LEOPOLDO ALAS
"El viejo y la niña"

Viejo precisamente… no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir a la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros como era él, recordad a Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse ningún peroné, por entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad.